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iscutir hoy de Hidalguía y de Órdenes ecuestres puede parecer superado y estar en contraste con las orientaciones políticas, filosóficas y sociales – que se han alimentado y crecido en una lógica de igualitarismo demagógico – que querrían negar la Historia y la Tradición.

Sin embargo la institución ecuestre – confirmando la ley universal de distinción común a todos los hombres connaturalizada con su esencia más íntima – ha aparecido y se ha desarrollado en todos los rincones de la tierra desde tiempos muy lejanos: el hombre, que Carducci define “Materia y Espíritu – razón y sentimiento”, procede a lo largo de los milenios en esa constante suya de ascensión evolutiva que tiene como último fin el apercibimiento dantesco,

Considerad estirpe y ascendencia:
nacísteis no para vivir cual brutos,
sino para adquirir virtud y ciencia.
(Infierno XXVI, 118-120)

La fuerza intrínseca e inmanente de la institución ecuestre es estar siempre unida, en cualquier lugar, al progreso civil, político y religioso de la sociedad donde siempre ha sido capaz de confirmar su propio papel, en cualquier época y en cualquier contexto institucional.

La finalidad de preservar y custodiar las tradiciones que contribuyen al significado de una convivencia pacífica y fructífera, ha permitido perpetuar la función histórica y social de esa noble Institución y en la pérdida y las crisis actuales de la civilización, las relativas semillas fecundas han sobrevivido en el ánimo de las personas llenas de valores espirituales para mantener la misión restauradora, innovadora y reformadora.

Como principio inspirador la nueva milicia fue libre para todos, lo atestiguan los Capitulares: el Capitulare missorum, del año 786 d.C., habla no sólo de caballeros no nobles, sino también de siervos que, en relación de vasallaje con su Señor, pueden tener armas y un caballo; el Capitulare de causis diversis, del año 807, contiene el orden impartido por Carlo Magno a todos los soldados de llegar a su beneplácito bien equipados, disponiendo además que los menos acomodados tengan que armar cada siete personas a una caballero; el Edictum Pistense, del año 864, establecer la prohibición de Carlos II a condes y ministros reales de utilizar violencia con la persona o los bienes de los Francos pacenses poseedores de caballos.

Como consecuencia la prestación del servicio a caballo instituyó progresivamente un título de honor y una razón de fuerza de la clase feudal: miles, en los siglos IX y X, indicó en su día el combatiente a caballo y el feudatario.

Sin embargo mientras el feudalismo desde los orígenes se constituyó como una clase cerrada, ordenada en una rígida jerarquía con el Emperador en cabeza, la caballería no tardó en tener sus propias costumbres y leyes manteniéndose, al menos como principio, como una institución abierta a todos sin otras distinciones marcadas que no fuera por el valor.

Además mientras en el mundo feudal un juramento específico de fidelidad vinculaba al vasallo a un determinado Señor, el Caballero estaba obligado únicamente a jurar fidelidad a supremos principios de justicia, honor, respeto a Dios, protección de las mujeres y defensa de los débiles, que también tenían que inspirar las acciones.

Dicha esencia de la Caballería explica también los caracteres de la educación ecuestre: la Caballería, que no se identificaba sin más con la nobleza, sin embargo constituía un cuerpo social con funciones e ideales determinados que se reclutaba en la clase de los nobles y de los Señores y que se sentía unido por vínculos morales y religiosos distintos en parte de los de casta y nación y que por ello podía considerarse tendencialmente una organización sopranacional.

El lema del caballero era “mi alma a Dios, mi vida al Rey, mi corazón a la Dama y el honor para mí” así tenía que acostumbrarse a defender la fe, ponerse al servicio de los débiles y de los oprimidos y alzar su espíritu en el culto de la mujer, consagrándole pensamientos y obras dignas: el sentimiento del honor, bravura en las armas, coraje y espíritu de aventura se fundían con el culto, entre platónico y romántico, de la Mujer, y todo lo idealizaba la conciencia de ser soldados de Cristo y de su Iglesia.

Otra característica de la educación ecuestre la constituía la importancia que se daba a la cortesía que representaba para el caballero de buena educación: respeto al prójimo, benevolencia hacia los inferiores, fe en la palabra dada y al servicio al que se estaba destinado, desprecio de todo tipo de vileza, amor de gloria militar, prontitud a dar y poco interés por la riqueza.

Los deberes del caballero se resumían en el siguiente decálogo:
1. creerás lo que enseña la Iglesia y cumplirás sus mandamientos;
2. protegerás a la Iglesia;
3. respetarás y defenderás a los débiles;
4. amarás el pueblo donde hayas nacido;
5. no retrocederás ante el enemigo;
6. declararás la guerra sin tregua ni gracia a los infieles;
7. cumplirás fielmente tus deberes feudales siempre que no sean contrarios a la ley de Dios;
8. no mentirás ni faltarás a la palabra dada;
9. serás generoso y liberal con todos;
10. siempre y en cualquier lugar serás ejemplo del derecho y del bien contra la injusticia y el mal.

Dada la premisa según la cual la caballería y el feudalismo no pueden confundirse ni superponerse conceptualmente, la institución ecuestre creció fundada en el principio fundamental de la paridad entre caballeros que constituyó la base de su progresiva diferenciación de la sociedad feudal y que originó reconocerse en las mismas necesidades y aspiraciones y, como consecuencia, naturalmente unidos por un vínculo espiritual común y por una coligación de sentimientos que, de este modo, servía para echar las semillas de un ordenamiento universal.

De hecho desde el siglo XI, en la época de la primera cruzada, hallamos formada la nueva moral ecuestre: la fundación de hospitales en los que se asistía a los peregrinos – como el de San Juan en Jerusalén – la habían favorecido los Califas que, contra tributos anuales, habían concedido libertad de culto, ayuda y protección.

Cuando en 1076 las tropas de los turcos Selyuqis invadieron el imperio árabe apropiándose de Constantinopla y amenazando someter a toda Europa, comenzó una triste era de persecuciones para los cristianos que se dirigían a Palestina y para los responsables de las instituciones hospitalarias surgidas en la época de los peregrinajes a Tierra Santa.

Las consiguientes persecuciones de los cristianos indujeron al pontífice Urbano II a anunciar en Clermont, Francia, en 1095, la primera Cruzada, en la que tomaron parte los Caballeros de los Estados cristianos, capitaneados por Gofredo de Buglione y Raimundo de Tolosa, que alzaron la Cruz de Cristo como emblema de la grandiosa empresa.

Fue entonces cuando la caballería alcanzó el apogeo de prestigio y potencia, porque al originario objetivo perseguido por los frailes hospitalarios, los Caballeros unieron los de vigilar y defender con las armas el Santo Sepulcro, proteger a los cristianos y a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa, cuidar a los heridos y a los enfermos de las relativas expediciones militares, liberar a los cristianos en cautividad y esclavitud (piénsese en el voto heroico de los Mercedarios de entregarse a sí mismos a la esclavitud para liberar al hermano prisionero).

De ello derivó la espontánea constitución y organización de Órdenes de carácter religioso y militar.

Fue así que se formó la Caballería, los acontecimientos posteriores de los siglos XII y XIII la llevaron a constituirse en un cargo eminentemente personal y lo prueban varios preceptos como la prohibición de la transmisión hereditaria del título que cada caballero tenía que saber ganarse por sí solo y el derecho de cada caballero de crear nuevos, significando que cada uno de ellos era depositario del espíritu que invadía a la Caballería: héroes de coraje y de piedad, creadores de potencia, de virtud y de belleza, capaces de transfundirlas a los hermanos noveles para la defensa y el triunfo de la Fe.

Después de la mitad del siglo XIII y, aún más a lo largo del siglo XIV, la Caballería sufrió una decadencia progresiva y ello junto a la difusión de las compañías de ventura, ya que el ejercicio de las armas acabó convirtiéndose en una profesión. Con el siglo XV la decadencia fue total porque en esa época la Caballería ya había empezado a perder parte de su importancia incluso como ordenamiento militar ya que la invención de la pólvora robó preeminencia a las tropas a caballo.

Entonces solamente se mantuvieron las Órdenes Ecuestres para transmitir a lo largo de los siglos el nombre y muchos de los ideales inmortales – de sangre, del Espíritu, de virtud y del mérito – que siempre le habían pertenecido íntimamente.

Las Órdenes, una vez perdidos los caracteres de la época de las primeras Cruzadas, se convirtieron en asignación de Soberanos que los plasmaron en instituciones vinculadas al patrimonio personal o ciudadano cuya finalidad se definió en la recompensa de actos de devoción a la Nación y a la Dinastía o en el reconocimiento de los méritos individuales y sociales en los varios campos de expresión de la creatividad, de la caridad humanas y de las virtudes civiles y cristianas.

Las reglas de comportamiento de los pertenecientes a las Órdenes, originariamente unidos por votos religiosos, se convirtieron imitando la grande y gloriosa herencia ecuestre, en valores, patrimonio y modelo de apoyo moral de toda la humanidad en cualquier época: de este modo por ejemplo la fe en Dios, la conducta de honestidad y solidariedad humana, la protección de los débiles e indefensos, el culto del honor, el respeto de la palabra dada, el repudio de la mentira y la violencia, la lealtad hacia los propios enemigos, el respeto de la mujer, la tutela de las viudas y de los huérfanos y la fidelidad al Soberano, resultaron un momento identificativo pleno, moral y espiritual, de la pertenencia a la Orden ecuestre en sentido abstracto.

Las vicisitudes históricas que determinaron en algunos casos la disolución de las Órdenes no pudieron mellar el fuerte arraigo en la conciencia de los pueblos y de las familias cuyos miembros habían sido condecorados y habían podido ataviarse con ellas y por último la costumbre de contraseñar honoríficamente el mérito de quienes hubieran demostrado ser dignos, se ha convertido en la asignación de cualquier Estado contemporáneo.

Por otra parte se tiene que observar que dichas instituciones, pertenecientes al patrimonio dinástico de familias ya reinantes, han sido capaces de reafirmarse no sólo históricamente sino también jurídicamente.

De hecho el derecho internacional reconoce la institución de la pretensión al trono que surge si falta la debellatio, es decir, la pérdida de la soberanía por renuncia a las propias funciones y a las particulares prerrogativas relacionadas con el ejercicio efectivo del poder, ya que en cualquier caso le corresponde al soberano, sea cual sea el modo en que ha sido desapoderado, seguir con algunas manifestaciones del poder real: de este modo los títulos de soberanía corresponden al soberano como tal y a sus descendientes y siguen teniendo la misma naturaleza cuando el soberano ha perdido la efectiva soberanía de un territorio, dado que en cualquier caso la soberanía forma parte del patrimonio de la familia (tanto si carece del jus gladii, es decir, del derecho a la obediencia por parte de los súbditos; del jus majestatis, o sea, del derecho al respeto y a los honores del rango; y del jus imperii, es decir, de la potestad de mando).

Por tanto podrá sí privarse a un soberano del trono e incluso desterrarlo del país, pero nunca podrá despojársele de sus cualidades nativas: en este caso tiene origen el pretendiente al trono que mantiene intactos los derechos de la soberanía en cuyo ejercicio no es un obstáculo el cambio de la posición jurídico-institucional, mientras que los otros se suspenden. Entre los derechos que se conservan íntegros se incluye el jus honorum, es decir, el derecho de otorgar títulos nobiliarios y grados honoríficos de órdenes ecuestres pertinentes y hereditarios que forman parte del patrimonio personal y dinástico del linaje.

Cuando una institución ecuestre es conforme al derecho internacional como consecuencia está legitimada para otorgar condecoraciones como cualquier Estado nacional.

Sin embargo quiero añadir alguna consideración más sobre las Órdenes ecuestres llamadas independientes, ya que la historia íntima de las instituciones ecuestres parece no poder percibirse a no ser que se recobre el imprimatur de la Santa Sede, aunque dicha protección, en la Orden en la medida en que es independiente, es autónoma de los Estados y las Naciones, tiene únicamente valor psicológico.

Maestra suprema de la verdad, rica en la más variada experiencia en la comprensión universal humana, la Iglesia católica ha valorizado siempre en el sentido justo la aspiración a distinguirse – natural entre los hombres – corrigiendo los defectos y evitando las orgullosas degeneraciones individuales y, en general, de las Órdenes.

Es por ello que consideramos que el Estado Vaticano ha cometido una errónea valoración en los años cincuenta del siglo pasado discriminando Órdenes que, por hazaña y virtud, no eran menos importantes que las reconocidas por la ley del 3 de marzo de 1951, nº 178 que, esencialmente, cambió el curso de la historia y la tradición ecuestre en Italia aventajando exclusivamente una opinable monopolización (en cualquier caso las listas vaticanas del Ministro de Exteriores y del SMOM no tienen valor histórico, de ley o de sentencia).

Ésta es una precisación que considero justa para las Órdenes llamadas “independientes”, algunas de las cuales en ciertos casos se señalan como infundadas, falsas, desleales, etc.

Las Órdenes independientes en su complejidad, es decir, en su pluralidad uniforme y amorfa, tienen en Italia la intrínseca “injusticia” de ser independientes de una independencia que no es sinónimo de soberanía.

De este modo la pluralidad daña y desventaja a las Órdenes que la forman, ya que en cada una de ellas se concentran injusticias y culpas propias, eventualmente, sólo de algunos.

Esto ocurre con las Órdenes independientes llamadas de carácter no nacional, ya que no se reconoce si la Orden no es pertinente a un Estado extranjero: de este modo cualquier persona condecorada con una Orden no reconocida o autorizada por la citada ley 178/1951, puede ser sancionada administrativamente, una realidad que constatamos en el ámbito de nuestra actividad profesional.

Por tanto en cualquier caso las distinciones ecuestres expresan desde cualquier ángulo de visión y hoy áun más que en el pasado, una huella imborrable y la manifestación gloriosa de instituciones basadas en la Historia y representan vicisitudes memorables además de un patrimonio de tradiciones culturales y religiosas capaces de conservarse vivas incluso muchos siglos después.

Luego caballería significa en nuestra época una tradición y un testimonio radiosos de todo lo noble y grande que hemos realizado los individuos en la colectividad para recordar el ejemplo glorioso y para ser un estímulo para volver a recorrer las hazañas, las empresas magnánimas y las acciones generosas.

     
     
Don Francesco Maria Mariano
duque de Otranto